8 February 2013

Nuevo cuento del poeta

COQimori, "rey del cuento" y "maestro de la diatriba", está imparable.


ULTIMA CITA EN COPENHAGUE/Carlos Orellana
                                                                    En tanto tengas un enemigo, existes.
                                                                                                    Proverbio chino

        Esta vez la partida la gané yo, fácilmente, aunque debo confesar que él bien pudo ser el vencedor de este round.  Tendré el resto de mi vida para darle vuelta a la idea extravagante, o quizá perfectamente lógica, de que él quiso que todo ocurriera como ocurrió.  En apoyo de ésta  tesis está el hecho de que no solo no ofreció resistencia alguna a que le destrozara el cráneo, sino que al verse descubierto la noche aquella en que tocaba piano en el main lobby del hotel, ni pestañeó, y continuó haciendo su vida como de costumbre.  Era de esperarse que comprara un arma, que contratara un guardaespaldas o que esa misma noche se esfumara de Copenhague, luego de verme.

     El sabía que iba a buscarlo, que el desenlace no podía ser otro que la muerte de uno de ambos y que eso era inexorable.  No era exactamente odio o venganza el sentimiento que empezó a florecer esa noche en que después de cuarenta  y cinco años me topé nuevamente con él.  El sentimiento o móvil  ha sido recurrente durante los últimos tiempos.  Matar a Igor -voy a usar su último nombre- o que éste me victime ha sido una dialéctica a la que ni él ni yo hemos podido escapar.

     Ciertamente el origen de esta cadena de mutuos y sucesivos homicidios, parte de una violenta confrontación primigenia, pero en lo que a mí respecta ya la he olvidado.  No sé si Igor tenga recuerdo o conciencia de ella, pero la penúltima vez que lo vi se mostró asaz sanguinario y me dio muerte frente a mi propia familia.

     Las averiguaciones que hice tiempo años después de mi asesinato no fueron nada agradables para mí: mi victimario jamás fue capturado y murió de viejo.  En cambio ahora, como en otra oportunidad, purgo condena y la única posibilidad que tengo de escapar de la cárcel es el manicomio, de modo que la policía danesa solo ha escuchado de mis labios una versión muy idiota en la que el móvil es la venganza de un cornudo.

     Los policías daneses son enormes y ojicelestes y al conducirme a la delegación policial me llevaban a rastras.  Mas tarde, ignorando mi buen inglés de funcionario internacional, me pusieron al frente a una traductora que hablaba un impecable español.

     Aprovechando la atmósfera tan indulgente que se vive en estos países nórdicos, defensores acérrimos todos de los derechos humanos, me permití mandar a la mierda más de una docena de veces a mis amables interrogadores y guardar silencio de esfinge.  Pero la policía es igual en todas partes y no bien se hubo disipado la conmoción de la noticia, que fue para el Congreso por la Paz, como la caída de una mosca gorda en un vaso de leche, me dispensó un trato asaz diferente.

     Vale la pena dedicarle unas breves líneas a esa otra peste de este siglo: el periodismo.  Pues bien, en torno al asesinato de un pianista danés a manos de un diplomático peruano, se han tejido las más irresponsables hipótesis con una despreocupación y soltura de huesos que solo poseen esos ganapanes de viven de la noticia amarilla.  La que más ha circulado es aquella que me relacionaba sexualmente con Igor, o como se llame.

      El oficial de Policía encargado de mi caso ladró en su áspero danés.  La traductora hizo su trabajo:
     - Quiere usted decirnos que el señor Paulsen mantenía relaciones ilícitas con su esposa.
     - Así es- respondí.
     - Usted nunca ha vivido aquí; tampoco su esposa.
    - He sido primer secretario en Estocolmo hace ya buen tiempo.  Hace 15 años estuvimos aquí algunas semanas y este individuo sedujo a mi mujer.

     Los daneses no pudieron reprimir una risotada.
     -¿Nos cree imbéciles? ¿15 años para vengar una infidelidad?
    Otra risotada y un comentario en danés que bien podría ser: “Los latinoamericanos son increíbles”

     -Bueno, es su confesión.  Usted, es, además, viudo, de manera que no contaremos con el testimonio de su esposa.  Pero dudo que en América Latina, con su particular visión de las cosas, alguien pueda esperar quince años para cometer un asesinato por venganza.

     Mi abogado defensor de oficio piensa que hay posibilidades de ser declarado inimputable, ya que las investigaciones profundas de la policía danesa no hallan rastros de posible vínculo entre el diplomático peruano y el pianista danés.  Las respuestas del peruano –se aventuran a decirlo- son las de un psicópata.  Espero por ello un examen pericial psiquiátrico con toda tranquilidad.

     Lo que no he confesado a la policía danesa es que antes de llegar aquí no tenía la menor intención de protagonizar un escándalo de esta magnitud.  El destino, fatal, movió sus fichas y la reserva original en un hotel fue cancelada de tal suerte que tuvieron que ubicarme en otro lugar.  En este último hotel, en el piano bar, trabajaba a partir de las ocho de la noche, Igor o Gustav Paulsen.

     Las sesiones del Congreso por la Paz empezarían al día siguiente, pero el intenso frío de las calles de Copenhagen disuadía a los participantes encariñados con una tour vespertina por la vieja y encantadora capital danesa.

    Me disculpé muy cortésmente a una cena que brindaba nuestro embajador en su residencia.  No sólo porque quería evitar encontrarme con algunos personajes por los que no tenía ningún afecto, cuanto porque quería hacer la noche con alguna aventura.  Las danesas de piernas largas y robustas, aunque de pantorrillas deformadas por el ejercicio escolar, son exquisitas amantes.  Para hacer un poco de tiempo bajé al "main lobby" y luego decidí tomarme una cerveza Carlston y comer un carpaccio de salmón.

     Un gringo medio calvo, alto, algo encorvado,  se hallaba en el piano.  Se movía de aquí para allá, muy suave y acompasadamente.  Su rostro sereno, se hallaba como ganado por la música.  Cantaba Say you, say my de Lionel Richie.

     Por mi profesión soy hombre de mundo, conozco desde Dakar hasta Kuala Lumpur, pasando por Viena y Estambul, y nunca me he movido sino en hoteles de cinco estrellas y restaurantes de primera.  He escuchado miles de veces a pianistas o cantantes en escenarios similares.  Y me preguntaba en ese momento porque diablos esa voz y esa expresión, esa atmósfera, me resultaba tan singular, tan familiar.  El pianista, un hombre de más de cincuenta años sería, sin duda un músico fracasado que se ganaba unas coronas por la noche.  Era probable que su mujer fuera una gorda infame y que no tuvieran hijos o que si los tuvieran estarían lejos de Dinamarca.  Me imaginaba al personaje refugiado en su instrumento, sobreviviendo a un matrimonio abominable.

     Estuve esa noche escuchando baladas y blues durante tres horas.  Luego el flaco calló, y acto seguido empezó a guardar sus cosas.  No pude resistir acercarme y entablar un breve diálogo.  Al parecer el tipo no se había percatado, por mi ubicación en el bar, de mi presencia.  Advertí un ligero estremecimiento suyo al verme, pero luego una amplia sonrisa, una beatífica sonrisa se abrió paso en su rostro sereno.

     Pude comprender que ese gesto no era una invitación a continuar hablando, sino una cortesía muy fría, tan fría como las calles que lo esperaban allá afuera.  Partió muy rápidamente, haciéndome una venia al salir.

     La noche siguiente, luego de una jornada agotadora en el Congreso, en vez de un reparador descanso luego de una cena en un restaurante japonés del mismo hotel, conduje mis pasos al piano-bar.  Al frente del piano estaba otro músico.  Pregunté por Gustav, llamémoslo así, y fui informado de que ese día llegaría poco antes de la medianoche. Esperé dos horas hasta que vi aparecer a Gustav.

     Lo acompañé hasta las dos de la mañana.  Otra vez rehusó establecer un diálogo que pasará de dos o tres frases corteses, pero a la vez cortantes.

    Esa madrugada tuve sueños nítidos.  Conocía a esté hombre desde hacía muchísimo tiempo.  El, mi familia, un cochero y yo estábamos sentados en un miserable carromato tirado por dos jamelgos más miserables aún.  Hacía frío y era de noche, la Luna nos obsequiaba con una luz generosa que hacía más llevadera la difícil travesía.  Huíamos de un  pueblito llamado Uman, cien kilómetros al sudoeste de Kiev, huíamos de los progroms.  En Kiev tomaríamos un tren hasta la frontera con Rumania.  Imposible viajar de día sin desafiar la barbarie de los cosacos que habíamos visto degollar a nuestra gente.  Era, creo, 1917, pues vivíamos en la Rusia del Zar Nicolaievich.

     Por desgracia recogimos un violinista ambulante en el camino.  Mis dos pequeñas hijas dormían cada una apretada a un brazo.  Con nitidez supe que llevábamos en el carromato todo lo que teníamos.  El miserable músico hubo visto mi faltriquera con algunas monedas de oro con la que íbamos a rehacer nuestras vidas.  No pude ver sus ojos en la oscuridad, solo sentí como un acero insensible se hundía en mi pecho como un rápido saludo de la muerte.

     Por la mañana todo restaba claro.  No fue muy difícil procurarme un arma.  Pensé en una pistola -en la que el embajador tenía en el estudio de su residencia-; pensé también en un simple y filudo cuchillo de cocina, pero cuando vi un martillo en el depósito de la embajada eché mano de él y lo guardé en el abrigo.

      No se vive varias vidas en vano.  Efectivamente, su mujer era una obesa de mal carácter, su casa un pequeño departamento en los suburbios más tristes y en vez de hijos o nietos, habían gatos por todas partes.  Las dos o tres frases y el tono de voz de la esposa de Igor-Gustav para llamarlo, me hablaron de la real dimensión de la miseria conyugal en la que éste se encontraba inmerso.  Apareció en pijama y con un periódico en la mano.  La escena era desconcertante porque la obesa mostró ojos desorbitados cuando yo, sin saludar a su marido, por quien había preguntado, tras presentarme como un viejo conocido, blandí el martillo amenazante en medio de una desordenada y algo maloliente salita, mientras el futuro cadáver sonreía con los ojos y no atinaba a nada, casi como diciéndome, “apúrate que no tengo todo el tiempo del mundo”.

     La cónyuge estaba paralizada y él no se movió para nada, como si no fuera su matador el que se le acercara, sino un sastre presto  a probarle un traje.  No fui ajeno al desconcierto y por segundos tuve la sensación de que esa era una escena equivocada y que debía retroceder hasta el momento en que lo descubrí.  Y tomar, por cierto, otra dirección.  Estaba algo cansado, estaba aburrido de todo.  Pero ya que estaba allí y Igor-Gustav esperaba, hice un esfuerzo por recordar el grito de mis hijas en medio de la noche rusa, el resoplido de caballos por la inquietud del conductor, el sabor inenarrable de la muerte, la voz de esa herida que de pronto me hablaba como una boca horrible y me  pedía reparación.  Antes de que me desanimara le mandé dos martillazos en la calva y le hice brotar algo de masa encefálica.  Luego me fui como quien hace una entrega de comida rápida por delivery.

6 comments:

Aldo said...

El laureado una vez mas nos muestra pinceladas de HitchCOQ con su privilegiada pluma, historia, en la que el morocho alterna intriga, suspenso y violencia, y con un desenlace fatal que déjà una interrogante sobre quien es victima de quien.

Poeta, continue por esta senda donde usted maneja la pluma como el hebreo el vaso, o Carlitros el reloj, sus historias son el deshueve.

Moshe said...

Tiene talento el "maestro de la diatriba". Este hebreo se quita su pequeño sombrero para saludarlo.

Mario Pablo said...

Caracho, agradezcan que le apliqué ají a Zamburrio y reaccionó entregándonos los cuentos que ahora leemos. Si COQUIMBO hubiese asido la pluma sin empantanarse en aventuras políticas, primero como apristón y luego como chinón, ahora ocuparía un reconocido lugar en el Parnaso, no es tarde, además sus lectores le damos el señalado lugar que le corresponde

Moshe said...

Echácatamente, Doctor. El plumifero es de calibre para escribir ficción, fabula y cuento.
Además un capo para meter palo de lo lindo a indefensos como johnny. A las pruebas me remitiré.

Carlos Orellana said...

Muchas gracias por los comentarios.

cvalqui said...

Carajo, mete palo como los buenos, con autoridad y conocimiento, a los hijos que se descarrilan. Así como lo alinearon, encarrila a estos humildes escribas, de Joda Criolla.
Alabado, sea el Poeta.